El ser humano puede experimentar dos clases de temores. Por un lado, «el miedo objetivo» (a amenazas externas), como por ejemplo a las cucarachas, a que nos embista un toro o nos descerrajen un tiro en un atraco y, por otro, «el temor neurótico»: el miedo a las propias sensaciones, pensamientos y emociones.
El miedo objetivo es esquivable si evitamos el objeto temido, pero, ay, no así el temor neurótico. Este último es una faena porque nuestras sensaciones nos acompañan a todas partes: ¡están dentro de nosotros! El temor neurótico, además, tiene la cualidad de crecer en una espiral diabólica que se retroalimenta hasta niveles sorprendentes.