El siguiente cuento pone de manifiesto que todo ser humano tiene la capacidad de errar y acertar.
«Los discípulos de un rabino debatían sobre el auténtico sendero hacia Dios. Uno decía que se basaba en el esfuerzo y la perseverancia.
—Debes entregarte con tesón y disciplina. Rezar, estar atento, vivir con rectitud —afirmó.
Otro proponía otro camino:
—No se trata de esforzarse, sino de liberarse del ego. Para despertar, hay que relajarse y vivir las enseñanzas. No es cuestión de fuerza sino de comprensión.
Como no llegaban a un consenso, fueron a ver al maestro que escuchó al primer discípulo y su discurso sobre el esfuerzo. Cuando acabó, el joven preguntó:
—¿No es éste el auténtico camino?
—Claro, hijo mío —respondió el rabino.
El segundo estudiante, disgustado, expuso también su teoría. Según él, el secreto estaba en la alegría. Cuando acabó, inquirió:
—¿No es ése el camino verdadero?
—No hay duda de ello, querido —respondió el maestro.
Entonces, un tercer estudiante alzó la voz:
—Pero, rabino, ¡los dos no pueden tener razón!
El maestro sonrió y dijo:
—Eso también es cierto, amigo mío».
Recordemos siempre el siguiente hecho ineludible: todos los seres humanos somos unos cafres y, al mismo tiempo, maravillosos. La profunda comprensión de esta verdad puede transformarnos y hacernos capaces de relacionarnos maravillosamente con los demás. ¡Incluso con las personas más difíciles! Todos somos capaces de bondad y de maldad, todos tenemos razón y erramos casi casi por igual.
Sin duda, somos lo que alimentamos: nuestra capacidad para la generosidad sin límite o nuestro ciego egoísmo. Por eso, las personas dependemos en gran medida de la influencia mutua para convertirnos en las mejores o las peores versiones de nosotros mismos.
Fuente: materialoficinamadrid.es